Fun de vivo

No podía dejar de fijar su mirada en aquel intenso mar azul. Llevaba unos minutos de trayecto en el que éste ya no desaparecía entre la vegetación. Fue entonces cuando supo que esa mezcla de azul ultramar y azul añil quedaría grabada para siempre en su retina. “No sé cómo no he venido antes”, pensó. Sabía desde hace años del dicho “San Adrés de Teixido, vai de morto quen non foi de vivo” y todos los que antes habían estado decían que era un sitio muy bonito que valía la pena visitar. Él, pese a no ser supersticioso ni religioso, llevaba años planteándose ir para poder comprobar en persona la belleza del lugar. 

 

El autobús tomó un desvío hacia la izquierda y entonces comenzaron a bajar. Ya se estaban acercando a la pequeña aldea. El chófer aparcó en el espacio reservado para los autobuses. Miró por la ventana, “no hay tantos coches como me esperaba, eso es bueno”, pensó. Bajó del vehículo. Ya se podían ver algunos puestos de alimentos, de artesanía, de recuerdos,… Antes de comenzar a caminar hacia ellos no pudo evitar pararse, cerrar los ojos y sentir la suave brisa en su rostro. Respiró profundamente. Sin duda, era el aire más puro que había respirado jamás. No era la típica brisa que se sentía los días de calor en la playa. En esta ocasión el aire le acercaba los puros aromas marinos, un aroma bravo, salvaje y, a la vez,  podía percibir los matices de la montaña que rodeaba la aldea, que reverdecía con ímpetu todo a su alrededor y que finalmente moría bruscamente en los acantilados. Respiró profundamente una vez más antes de continuar. “Esta brisa sí que me hace sentir vivo”, pensó.

 

Al abrir de nuevo lo ojos el azul del mar le volvió a impactar, pero la sensación ya era distinta, ese océano ahora ya formaba parte de él. Caminó despacio. La gente fluía a su alrededor, algunos abandonando la aldea de camino a sus coches, otros internándose en ella. Podía oír algunos murmullos, gente que comentaba a su acompañante haber visto a algún conocido: 

 

- “¿La viste? Era la exmujer de Pepe, seguro que ese hombre es su nuevo novio”. 

 

Otros comentaban su devoción:

 

-  “He dejado pagada una novena”.

 

También le pareció oír unos niños corriendo y jugando a lo lejos, risas contagiosas rebosantes de alegría. Giró la cabeza hacia el lugar del que provenían, pero se sorprendió al no llegar a ver a ningún niño, únicamente dos ancianos sentados uno junto al otro intercambiando algunas palabras con claro gesto de resignación. “¡Qué raro! - pensó - eran por lo menos unos diez niños.  Habrán salido corriendo.” Se quedó unos segundos extrañado ya que al menos debería haberlos podido ver alejarse. 

 

Se acercó a los puestos. En algunos pudo ver bisutería artesanal, en otros miel casera, cestos de mimbre, bolsos… incluso pudo ver en uno herba de namorar. “ Si hubiera venido con ella fácilmente podría habérsela metido en el bolsillo, así podría comprobar si surte efecto el hechizo”, no pudo evitar quedarse unos segundos observando las preciosas flores de esa planta, al mismo tiempo que sonreía pensando en ella.

 

Llegó a un puesto que tenía unas rosquillas, enseguida su estómago le dio señales de que debía comprarlas. Eran sus favoritas desde pequeño, hacía mucho tiempo que no las disfrutaba y las doce de la mañana era una hora prudente para tomarse un tentenpie. Había tres personas en el mismo puesto indecisos sobre qué productos llevarse.  

 

-  “¿Y esas galletas? ¿tienen gluten? Llevémosle unas rosquillas a la abuela”-  preguntaban. 

 

-  “Llévense tres paquetes grandes de estas rosquillas, para una familia de cuatro bien les harán falta” - les decía la dueña del puesto, una mujer de unos 55 años, de piel morena y curtida. 

 

Su pelo era corto y canoso, se fijó en  que brillaba mucho y en que unos graciosos rizos rozaban su cara movidos por el aire. Sus manos mostraban toda una vida de trabajo con dedos deformados por la reuma, algunos callos y cortes. Le sorprendió lo bien cuidadas que llevaba las uñas.

 

-  “¿Cuánto cuesta el paquete pequeño de rosquillas?” - preguntó. 

 

La mujer no pareció escucharle. Esperó un minuto para ver si quedaba libre de atender a los otros clientes. Cuando estaba a punto de volver a preguntar vio un cartel que indicaba el precio del paquete: 3€. Buscó en su bolsillo y comprobó que llevaba el importe exacto. Lo dejó sobre el mostrador y se llevó el paquete de galletas. 

 

- “¡Ata logo!”- dijo mientras se iba.

 

Caminó fijándose en las pequeñas casas y negocios de venta de souvenirs al mismo tiempo que se acercaba a la iglesia. Al rodearla para entrar por la puerta lateral, podía verla como si de una postal se tratase, con el fondo del cielo azul celeste sembrado de nubes blancas tras el campanario y el magnífico mar a continuación. Era como si el mar, el cielo y la piedra de la iglesia hubieran sido creados para estar juntos en perfecta combinación.  

 

Tras dejar salir a una mujer, atravesó la pequeña puerta lateral. Sorprendentemente en aquel momento la iglesia estaba vacía. El pequeño interior se recorría fácilmente con la mirada. En seguida sus ojos se posaron en el retablo del altar mayor que, justo en aquel momento, recibía los rayos directos del sol que penetraba por la pequeña ventana situada en la pared izquierda. Tanto la ventana como la inclinación de los rayos del sol tenían la posición idónea como para que éstos incidiesen directamente sobre la figura central del retablo: el santo, una imagen de vestir cubierta por un manto y un hábito rojos. El resto del retablo estaba profusamente decorado con motivos florales y otros personajes bíblicos, todo ello dorado y policromado.

 

Rápidamente captó su atención un segundo “altar” situado justo antes del pequeño cierre de hierro forjado que separaba la zona del altar mayor del resto de la iglesia. Se acercó lentamente a observar lo que allí había: figuras de cera con formas femeninas, otras dos con forma de pierna, una con forma bebé durmiendo, gomas para el pelo, llaveros, fotografías, figuras de porcelana de todo tipo, entre ellas, un gato blanco con las orejas doradas,… Nunca había visto tantos objetos dispares en una iglesia. Continuó repasándolos con la mirada: un llavero, un chupete, un camión de juguete, papeles… “Quizás todas estas cosas sean ofrendas u objetos personales de fallecidos que nunca habían estado aquí y que sus familiares se han encargado de traer en representación de su espíritu”, pensó. Levantó la vista y en la pared que había a su derecha pudo ver un objeto que le pareció aún más curioso, si cabe, para estar en una iglesia: un reloj de cuco. Se quedó intrigado por conocer la historia que estaba detrás de la presencia de ese reloj en la iglesia. Mirando un poco más a la derecha descubrió un barco de madera en una repisa de la columna.

 

Salió de la iglesia y volvió a mirar hacia el mar respirando nuevamente aquella pura brisa, sintiéndose vivo, sereno, sin prisa… en aquel momento nada le importaba, únicamente disfrutar de esas sensaciones… No supo cuánto tiempo había estado así, cuando nuevamente abrió los ojos y simultáneamente comenzó a oír a la gente que había a su alrededor. “Por un momento me he sentido como si estuviera solo”.  Miró a su alrededor y vio que el cementerio estaba cerca. Comenzó a caminar hacia allí, siempre le había gustado visitar los cementerios de los lugares a los que iba. Varios eran los motivos por los que lo hacía. En muchos de ellos se podían encontrar cruces, lápidas o esculturas que podían ser consideradas verdaderas obras de arte.  Otro motivo era que le gustaba conectar con la gente que había vivido antes en ese lugar. Para él seguían formando parte de su historia, aunque desde una posición diferente, pero está claro que ninguna de las personas que habitaban esa aldea serían lo que son hoy, sin lo que fueron los que antes allí habían vivido.

 

Llegó a la entrada del pequeño cementerio. Estaba delimitado por un muro de piedra. La verja de entrada estaba abierta. Subió los cinco escalones de piedra que llevaban a su interior. Al entrar, lo primero que encontró fue una zona de hierba verde en la que se encontraban las tumbas más antiguas. De  frente y a su derecha dos construcciones más recientes que albergaban los nichos. Tan sólo había cinco personas dentro, visitando cada una sepulturas distintas. Comenzó a repasar las diferentes tumbas que se iba encontrando en el suelo, caminando lentamente y con cuidado. Había dos tipos de cruces que se repetían: uno de hormigón y otro de hierro fundido con un Cristo, más decorada y con una placa metálica. 

 

Llevaba unos minutos enfrascado en visitar las tumbas cuando se dio cuenta de que se había quedado solo. Miró hacia la verja de entrada y vio que la habían cerrado al salir. Entonces, comenzó a escuchar tras de sí, una vez más, las voces de los niños con sus juegos y sus risas. “No me lo puedo creer, ¿han venido a jugar montando alboroto en el cementerio?” , pensó. Se giró rápidamente esperando pillarlos infraganti, pero, cual fue su sorpresa, cuando vio el cementerio vacío. Las voces cesaron. Se decidió a recorrer ese pequeño espacio esperando encontrar algún escondite tras los nichos o algún agujero en el grueso muro de piedra, por el que pudieran entrar y salir aquellos pequeños gamberros. 

 

Tras realizar minuciosamente esas comprobaciones y sin comprender qué estaba ocurriendo, las voces regresaron. Miraba rápidamente a su alrededor girando sobre sí mismo. Los oía claramente. Estaban ahí, corrían a su alrededor, se reían, se perseguían, se llamaban por sus nombres:

 

-  “ ¡Pedro! ¡Te toca a ti! ¡a que no nos pillas! ja ja ja. - gritó uno con voz aguda.

-  “Siempre me toca a mí” - decía otro.

-  “Juan, deja de empujar a Julia” - ordenaba una firme voz de niña.

 

No comprendía nada de lo que ocurría. Comenzó a asustarse, “¿me estaré volviendo loco? Esto no puede ser.” Corrió hacia la verja. Vio que no tenía ningún candado y que el cierre no estaba echado. Menos mal, temió que los últimos al irse no se hubieran percatado de su presencia y hubieran cerrado. Tiró de la puerta pero ésta no cedía. Tiró más fuerte y nada. Lo intentó una y otra vez, desesperado. De forma intermitente escuchaba y dejaba de escuchar las risas y juegos de los niños. Aquello que al llegar a la aldea le había generado ternura, ahora mismo le desesperaba…Y la puerta no se abría… como si no tuviera fuerza, pese a que él sentía que estaba haciendo los mayores esfuerzos.

 

Fue entonces cuando vio a la gente que había salido del cementerio detenidos en medio del camino, hablando.

 

 - “¡Ayúdenme! No consigo abrir la puerta” - gritó. 

 

No vio señales en ellos de haberle escuchado. Volvió a gritar, esta vez más fuerte aún. De nuevo no obtuvo respuesta. Uno de ellos se giró hacia él, en gesto espontáneo dentro de la conversación que mantenía, miraba hacia la puerta del cementerio gesticulando con las manos, pero su mirada le atravesaba. Ahí fue consciente de que no era únicamente que no le escucharan, sino que tampoco le veían. 

 

En ese mismo instante dejó de gritar. Dejó de luchar contra la puerta. Dejó de resistirse. Volvió a oír a los niños. Y luego más voces. Más murmullos y conversaciones de gente que no veía. No podía entenderlos. Eran cientos de voces hablando a la vez. En ese momento empezó a comprenderlo. Él no había llegado a ir de vivo. Él fue de muerto. Entonces, se hizo el silencio.

 

                                      Roni